Estos textos legan un recuento de cadáveres; conviene tomarlos con la misma seriedad con la que uno debe tomarse su propia muerte, el amor fallido, la existencia o el legado: es decir, de un modo absurdo. Si yo, hombre existente, camino, respiro y aún tengo la capacidad de amar, entonces ella —la muerte, intangible— no existe. Si ella existe, yo, hombre mortal, no existo. «Solo la vida existe. El espacio y el tiempo son normas suyas, son instrumentos mágicos del alma, y cuando ésta se apague, se apagarán con ella el espacio y el tiempo.» Tal es la primitiva ecuación que rige nuestras vigilias.
La cercanía al suicidio ha estado presente en toda mi vida como huracanas del pensamiento. No deben, por ello, considerarme un suicida en potencia. Creo que la vida es una asombrosa aventura de mejoramiento, de búsqueda de la verdad, de una lenta construcción de un sentido existencial bajo un cosmos que, por momentos, parece no tener ninguno. Simplemente he comprendido, analizado y he intentado responder, como escribió Albert Camus, la pregunta fundamental de la filosofía: ¿Suicidarse o apostar por la vida?
Juzgar si la vida merece la pena ser vivida es contestar, tal vez, la única pregunta que realmente importa, las demás —la existencia de Dios, la composición del alma, el origen del universo o la realidad del bien y mal— son, en comparación, secundarias.
En breves daré mis motivaciones para continuar en esta aventura, me sostengo en ellas con la esperanza de que logres responder esta pregunta de la misma manera que la respondo yo, incluso después de este necesario recuento de cadáveres, porque quien piensa con seriedad su existencia se le ha de enfrentarse tarde o temprano.
Antes de hablar de quienes eligieron la muerte, conviene advertir que este recuento no pretende ser completo ni ejemplar, puede ser —lo más probable— que me equivoque en el diagnóstico.
Me obligaré a ser directo: Alfonsina Storni -todos conocemos la canción- eligió el mar, se arrojó del espigón del Club Argentino de Mujeres de la ciudad de Mar del Plata, una mujer exhausta, enferma, deteriorada por un cáncer que en su época, incluso en la nuestra, equivalía a una sentencia. Su decisión, vista desde aquella frontera, entra dentro de lo que considero “comprensible”, una retirada solemne ante un dolor insoportable. Quien ha contemplado o padecido el sufrimiento físico extremo sabe que ahí no hay romanticismo posible.
“Bueno, hasta acá llegué” -dijo Virginia Woolf- “voy a buscar piedras al jardín”. Y se cargó los bolsillos, quería construir un puente y cruzar un río, su mente invadida por tormentas que hoy llamaríamos episodios severos de psicosis o depresión mayor.
Sylvia Plath tenía talento, lucidez, hijos, una obra. Selló las puertas, dejó la comida preparada, no encendió el horno (creo que nunca aprenderé a usar el mío). Hemingway prefirió una escopeta de caza, Cobain una Remington M11, Harry Crosby una belga calibre .25, Van Gogh caminó hasta la ciudad con una herida en el pecho —sobrevivió dos días—, “¡Adiós a todos!” gritó Crane mientras saltaba por la borda del barco, Seneca se cortó las venas en una bañera condenado como Sócrates —quien bebió cicuta— por sus prodigiosas enseñanzas (la eterna bala camaleónica asesina de hombres eternos), Aníbal Barca, quien enseñó a los romanos, que se proclamaban fieros descendientes de Marte, el significado del miedo, tomó del veneno que portaba en su sortija de hierro: “Hannibal ad portas”; John Berryman eligió el puente de la Avenida Washington en Minneapolis, Robin Williams asfixia por ahorcamiento —3 días después su esposa dio a conocer que el actor padecía demencia con cuerpos de Lewy, Leandro N. Alem se disparó en su carruaje rumbo hacia el club El Progreso, En su cuerpo se encontró una nota que decía “Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas, en la calle o en cualquiera otra parte”, Alan Turing una manzana envenenada con cianuro, lo mismo Leopoldo Lugones mezclado con whisky; en la soledad de su departamento en calle Esmeralda 22, Lisandro de la Torre se quitó la vida mediante un disparo de revólver en el corazón al igual que René Favaloro, creador del bypass coronario, creyó que su muerte podía ser un mensaje. Esa fue, a mi juicio su equivocación. Favaloro fue un hombre extraordinario. Buscaba, quizá con su corazón, que un pueblo anestesiado por la corrupción se despertara, que la política se avergonzara, que la sociedad se mirara al espejo. Y ahí está el núcleo de todo asunto suicida: La muerte no vale nada. Argentina —la real— ya tenía décadas de ignominia. La corrupción siguió igual, o peor; la Fundación no recibió el milagro que él soñaba; su muerte no cambió la historia nacional ni un centímetro. ¿Fue comprensible su dolor? Por supuesto. Vivía una mezcla de impotencia, agotamiento y deudas interminables. ¿Fue comprensible su conclusión? No lo creo.
No soy yo quién, para entregar o negar la cicuta. Probablemente han tenido sus razones. No busco elevar a la categoría de héroes o villanos a quienes, en un instante, determinaron que la vida ya no merecía ser vivida. Merecen el mismo respeto que tú o que yo, que elegimos, pese a todo, el milagroso acto de levantarnos cada mañana. Estos hombres y mujeres dialogaron hasta el extremo con su conciencia ante ésta dichosa pregunta. Cada uno, a su manera, enfrentó el mismo abismo que Camus coloca al comienzo de El mito de Sísifo.
Si algo nos enseñan estos muertos es a entender dónde se equivocaron: creyeron que la vida no tenía más para ofrecerles. Y eso, casi siempre, es falso. Solo la vida existe. Tal vez algunos posean cierto grado de justificación que valga. Sí morimos, la conjunción de claveles y mármol callarán todas nuestras dudas y nuestros dolores, es cierto, pero nunca debemos confundir la paz con la muerte, el sueño con el fin; el suicidio también callará la caricia de un gato, las rosas, los ayeres de tu historia, las bandadas de pájaros, la patria, la terca, necesaria y dulce patria, las calles azules, el alba y la aurora, el recuerdo de la abuela, aquel perro que te perdona con alegría la espera, una pila de libros, las torta fritas del día lluvioso, el tiempo, tu espacio conocido, tu Dios, la persona que portaba tu nombre infinito.
Me gustaría concluir con lo siguiente: la vida tiene una terquedad milagrosa. Lo que hoy es ruina mañana puede ser un punto de partida. Lo que hoy parece insoportable mañana se vuelve anecdótico. Lo que hoy duele mañana se vuelve forma, pensamiento, se vuelve memoria, se vuelve amor. Amar, siempre amar, hasta el final de nuestros días, ya que, el amor, es la única respuesta a toda pregunta existencial y toda razón que nos mantiene cuerdos en esta roca perdida y solitaria del universo.