INT. DEPARTAMENTO - ATARDECER
Máquina de escribir en primer plano. Lluvia, un departamento antiguo en Los Angeles. una hoja puesta iniciando lo que sería una carta (un anciano la recita):
Los angeles, invierno de 1983.
Estimado señor Hans van den Broek, Noordhollands Dagblad de Paises Bajos:
Le agradezco profundamente que me haya informado que mis libros han sido censurados en varias bibliotecas de su país por su tono cruel, discriminatorio, machista y sádico, por describir escenas donde el asesinato es rutinario, las mujeres aparecen sometidas, los hombres guerreando o por mi modo de mirar la carne sin pudor.
Permítame, antes de aceptar mi condición de monstruo, defender mi humanidad.
La lluvia se cuela por la ventana humedeciendo el marco de madera. El escritor se levanta, con leve molestia, y la cierra. Pilas de libros, botellas vacías, periódicos se muestran en escena, una radio encendida con noticias sobre una gran helada en la costa este norteamericana.
La carta se transforma en un monólogo-ensayo, con un montaje paralelo entre el escritor y su lector.
Lo que más temo es faltar a la verdad. Por tanto, seré absolutamente sincero en mis palabras. Si mis libros le han parecido ofensivos, entenderé el resquemor que le cause esta carta, pero le ruego que, aun así, sea leída y comprendida.
En mi oficio de escritor solo fotografío, con palabras, lo que veo. Si escribo sobre la crueldad del mundo en el que vivimos o determino detalladamente los actos más atroces de la humanidad es porque tal acto atroz ocurre y ocurre diariamente. No estoy del lado del mal, aunque entiendo la abundancia de este. En mis escritos no suelo estar de acuerdo con aquello que redacto.
Las palabras no son cuchillos. Pero, sí hieren, es porque el mundo sangra. Yo no invento la herida, la describo. El problema de los moralistas es que temen a las palabras más que a los actos y condeno más esa actitud deplorable cuando, ni siquiera, antes de criticar mi obra se detienen a leer las partes que implican alegría, amor y esperanza. Mis horas, mis días y mis años han sido testigos de incontables altibajos, luces y sombras. Si escribiera solo y continuamente sobre la luz y nunca mencionara la otra, entonces, como artista y como hombre, sería simplemente un mentiroso.
Comienza a sonar el grito de una pava hirviendo. El escritor se levanta con suavidad. Plano secuencia sigue al protagonista hasta hacerse un té, en el recorrido vemos, no explícitamente, una puerta agrietada con tonalidades rojas. Volviendo a su oficina antes de tomar asiento acaricia y besa a un gato negro de fino pelaje.
Continúa escribiendo.
Comprendo que el barroquismo con que detallo ciertas escenas puede resultar sin duda, difícil para algunos lectores. Aun así, he aprendido en mis largos años de existencia que aquella vieja frase —esa que dice que el diablo está en los detalles— es completamente cierta. Y me hago responsable de que mi labor, al describir con palabras lo que mis ojos ven sea de un realismo absoluto. Llámeme pedante, pero creo los actos de los hombres no merecen menos, sean o no: actos de luz.
Toma un sorbo de té y rota, renovando la hoja.
Continúa escribiendo.
Dicho todo esto, me defiendo ante la más terrible de las prohibiciones humanas que es la censura, la cual es la mayor herramienta de quienes necesitan ocultar la realidad, tanto a sí mismos como a los demás. Su miedo se debe únicamente a su incapacidad para afrontar la realidad y lo que ella nos depara día a día, No puedo odiarlos por tal actitud, ya que solo siento una enorme tristeza; mi diagnóstico es que en algún momento de su crianza han sido sobreprotegidos de la realidad mutable de la vida, aprendiendo en este proceso solo una dirección de pensamiento cuando existen muchas.
Se escucha al fondo un ruido estridente como si se hubiera caído una pila de platos. El protagonista echa un corto vistazo y vuelva a la máquina.
continúa escribiendo.
En cierto modo, No me desanima que uno de mis libros haya sido buscado y retirado de los estantes de las bibliotecas, me honra haber escrito algo que los ha despertado de sus profundidades insustanciales.
Continua narrando la carta el protagonista, pero vemos al lector leerla.
Sí me duele que censuren el libro de otro escritor, puesto que ese libro podría ser un gran libro, y hay pocos de esos, y a lo largo de los siglos ese tipo de libro se ha convertido a menudo en un clásico, y lo que antes se consideraba impactante e inmoral ahora es lectura obligatoria en muchas de nuestras universidades. No digo que mi libro sea uno de ellos, pero sí digo que, en nuestra época, en este momento de la historia, cualquier momento puede ser el último para muchos de nosotros, por tanto, es sumamente irritante e increíblemente triste que aún tengamos entre nosotros a la gente pequeña y amargada, a los cazadores de brujas y a los que declaman contra la realidad.
Vuelve al protagonista escribiendo.
Sin embargo, estos también nos pertenecen, son parte del todo, y si no he escrito sobre ellos, debería, quizá, hacerlo algún día. Tal vez haberlo hecho aquí ya es suficiente.
Dicho esto, espero que estas palabras no rediman a un monstruo, sino que restituyan, al menos, la ilusión de que aún soy humano.
Deseo que todos mejoremos juntos.
Saca la hoja de la máquina y la firma. Tantea alrededor del escritorio buscando la estampilla que falta: la de tres mil pesos, la del aguará guazú, justo esa, la que había guardado para enviar la carta final. Revuelve entre papeles, sobres, recibos arrugados, notas que ya no recuerda haber escrito. Mueve libros, abre cajones, levanta una pila de diarios viejos. Nada. Específicamente la de “aguará guazú” una especie autóctona argentina. —En idioma guaraní significa “zorro grande”, el aguará guazú no es peligroso para los humanos ni para el ganado doméstico; es un animal tímido y exclusivamente carnívoro que se alimenta de presas pequeñas como roedores y anfibios, y en general es huidizo y evita el contacto con asentamientos humanos.—
Se levanta sin encontrar la dichosa estampilla dirigiéndose a la habitación con puerta roja, el sonido de sus pasos resuena sobre el parquet. Abre la puerta con leve cuidado, un golpe seco, al fondo, en el silencio. Continúa unos metros en oscuridad hasta que prende un pequeño velador que ilumina levemente la sala vislumbrando la silueta de una mujer. Arrodillada. Las muñecas atadas por cuerdas gruesas que suben al techo, Los tobillos sujetos por otra cuerda al caño oxidado que sale de la pared. La boca inmovilizada por una mordaza negra.
El escritor se acerca. Acaricia su mejilla. Busca detrás de ella en una lata con la pintura descascarada. Dentro, revueltas entre monedas extranjeras, estampillas antiguas, boletos de tren y pequeños objetos inútiles, allí está: la estampilla del aguará guazú.
La toma entre el índice y el pulgar.
PLANO DETALLE.
Se fija en la estampilla, los quejidos —ahogados, rotos, vibrantes de angustia— invaden el silencio. Le tiemblan las rodillas; la cuerda se tensa y gime. El escritor sonríe, apenas, la presencia indomable del ladrido.