Imagen post: Más allá de la maquina de escribir

Más allá de la maquina de escribir

Volver atrás

# 1

4 de noviembre de 2025

Más allá del balcón y, con buena disposición céntrica, de la maquina de escribir, la columna colosal con relieves es un testigo más de esta escena olvidable, Ecce Homo, pronuncia la pared a la muchedumbre que se agolpa en la calle contemplando el acontecimiento fatal de aquel que consideran traidor.

Ha intentado, sin ningún grado de éxito, la armonía de los versos. Conocía bien la prosa de Borges, que es la de Stevenson, el efecto eléctrico de las palabras de Carlyle o las fácilmente olvidables de Pablo Neruda. Todo aquello fue en vano, cada palabra, cada frase, cada oración o párrafo ensayó el movimiento de una lógica progresión, buscando el simbolismo preciso. Todo fue en vano. Vagos, como los vagos sentimentalismos de su poesía y su poco conveniente lenguaje arcaizante. Estudió la prosa francesa de Víctor Hugo, concluyó que intensificaba su claridad frente a la inglesa con su evidente ritmo apagado. La regla del ritmo, creyó él, era el verdadero arte de la literatura, poner énfasis en la frase larga con repeticiones de emotividad rápida y fácil, ignorando la emoción de pobreza, monotonía y desencanto realmente producida. “Cada frase, cada palabra, cada página se construye con sonido”, intentó razonar con cierto rasgo de efectividad. “Un sonido sugiere, resuena, exige y armoniza con otro; y el arte de usar correctamente estas concordancias es el arte supremo de la literatura”.

Todo fue en vano, admiraba a Borges y su excelencia descriptiva:

No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto divino.

Se deleitaba con Shakespeare:

I will tell you. The barge she sat in, like a burnish’d throne, Burned on the water: the poop was beaten gold; Purple the sails, and so perfumed that The winds were lovesick with them.

La sensibilidad cromática de los poetas y sus inagotables metáforas de color. Devoró enciclopedias, filosofías, libros cargados de bélicas cenizas, el arte del siglo XIX, cosmologías, las opulencias del barroco y las simetrías de los clásicos; indagó en los elementos de la idoneidad literaria y encontró la vacuidad de un arte encorsetado y rimbombante que solo entendía de dioses, guerreros, amori perduti, apoteosis históricas y jóvenes desnudos.

«To be what we are, and to become what we are capable of becoming, is the only end of life.»

Lo intentó, lo intento de verdad; forjar esos versos que lindan con las afinidades de la belleza. Incluso las largas horas de insomnio no impidieron que lo malogrará, ni los consejos de su profesor entrado en años, Carlos Bernini, lo orientaron hacia buen camino, ni los bastos lagos del infinito le cedieron un breve atisbo de ingenio. Intentó matar la tristeza que colgaba dentro de su alma negándose a recitar los romances de lirios, cometió la bajeza de llorar amores perdidos, sin lograr consentir al lector con algún verso feliz.

Pero falló, falló de verdad; nunca supo llegar a ser aquello que creía capaz de ser: un buen escritor. Aun que, paradójicamente, descreyó toda su vida del fracaso y del éxito, sabía que era un fracasado. Los antiguos textos de los cuales él tergiversó y bellos poemas que secuestro son testigos de su inutilidad literaria, de su infinito palabrerío y su siempre insistente pedantería.

La entrevista ocurrió una noche cualquiera, bajo las luces de un pequeño estudio de un programa cultural. El viejo profesor, Carlos Bernini, estaba sentado frente a una mesa de madera que temblaba con cada movimiento del entrevistador. —Profesor —dijo el conductor— ¿Qué opina usted, si me lo permite, de su ex-alumno? Quien ha tenido palabras bastante provocadoras a decir verdad. —Bueno… creo que su prosa es fácilmente rechazable, sucede que he leído sus cuentos. Creo que con eso alcanza para justificarme. —¿Cree qué ha fracasado como maestro? —Diría más —respondió el profesor, cruzando las manos sobre la mesa—. Alguna vez le enseñe que el prosista tiene la tarea de mantener sus frases amplias, rítmicas y agradables al oído. ¿No cree usted que ha fracasado en las tres?

Lanzó la verdad despiadada sobre mi mundo resquebrajado. Coincido plenamente con su prédica: El prosista debe mantener sus frases amplias, rítmicas y agradables al oído, tiene la tarea de combinar con maestría los elementos esenciales del lenguaje, la de entretejer su argumentación en una textura de frases, la de elegir las palabras adecuadas, explícitas y comunicativas.

Alguna vez ha dicho que la complejidad de un pasaje perfectamente resuelto le proporcionaba un placer pletórico, déjeme decirle que a mi también.

Desde la disposición de las letras, hasta la elegante y sustanciosa arquitectura de la oración, fruto de un vigoroso ejercicio del intelecto puro.

Entiendo yo que no merezco ser parte de este arte, ni de ningún otro arte. Mis letras han quedado raquíticas, por eso, estás serán las últimas palabras que escribiré: grazie maestro, discúlpeme por ocupar un lugar que no me corresponde y por la descortesía de mancillar los versos que tu tan felizmente, durante tantos años, le devolviste al idioma español. Idioma que ha engendrado a los mejores escritores del mundo, de nuevo, pido perdón porque a pesar del amplio lenguaje, pocas han sido mis páginas validas.

Muchas gracias, ha sido un viaje rápido.
Firmado como: Pablo Mestral

Unas horas después quitó la goma del lapíz, dejando al descubierto el pequeño cilindro de metal dorado, caminó hacia la bañera llena con dos tercios de agua tibia, se sumergió, y finalmente, deslizó el extremo metálico suave por sus venas. Ecce Homo, pronuncia la pared, a la muchedumbre que se agolpa en la casa contemplando el acontecimiento fatal de aquel que consideran traidor.