Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. - Jorge Luis Borges
Supongo que exhibir esto es, en cierta medida, un ejercicio de autoestima: tan desilusionante en este ser que, aun comprendiendo su mortalidad, las enseñanzas de los estoicos y aquella vieja plegaria de los antiguos esclavos romanos al vencedor de la conquista, no logra desprenderse de esa vana carga que entorpece los sentidos y limita la proliferación de la mente. Un psicólogo entendería aquel patrón cognitivo, exhibir estos textos en mi portafolio web solo para ocultar mi incapacidad literaria en mi productividad laboral.
En los textos que siguen abunda la dolosa inclinación a la exageración, la enumeración superflua, la obsesiva búsqueda de sinónimos innecesarios, el ritmo prosaico apenas intuido, la invención —poco fortuita— de tristes finales. Entiendo que debería escribir sobre lo maravilloso, lo milagroso e incomprensible del universo y su equilibrio cósmico, mi porfiada mente no lo logra; los poetas que aspiran a entrelazar palabras finas, se extravían siempre en la vacuidad de los amores perdidos. Y yo, que no soy poeta (yo, que no soy nada), caigo también en ese arte desdichado.
Por último —como si no bastara—, habita aquí la inefable necesidad, casi pecaminosa, de tergiversar, plagiar, falsear y deformar los grandes versos. Stevenson, Camus, Pessoa, Woolf, William Blake, Whitman, Groussac y, su paralelo biográfico, Jorge Luis Borges, atraviesan estos fragmentos torpemente: no por ellos, sino por mí, que los he “verseado” sin justificación moral alguna. Mi única defensa —si es que existe— es la sospecha de que los versos son intemporales y anónimos, puesto que provienen del vasto lenguaje mismo, producido por los hombres y, como sabemos, todos los hombres son el mismo hombre; quien repita y recite una línea, por ejemplo: “Never More”, será, a su vez, Edgar Allan Poe y su mediocre plagiador.
Probablemente, en el futuro, estos textos me provoquen una enorme pena; profunda y laberíntica será entonces la concepción de la literatura que hoy no poseo. Tal vez —si mi objetividad no me traiciona— la conclusión de “Recuento de cadáveres” sea lo único que merezca ser leído; lo demás deberá ser fácilmente olvidado. En cuanto a usted, espero, si hubo fortuna, encuentres al menos algún verso feliz.